El cristal, el líquido ámbar oscurecido, su
tinte dorado escondido en la penumbra.
La desnudez virginal de sus hombros, nada
más, la sonrisa amanecida como nunca antes.
La delicada mano femenina de uñas pintadas en
ese rojo granate profundo y furioso.
El albo oleaje de las sábanas que desciende
fluyendo y es rompiente en su entorno.
La espuma brillante replicando la tibieza del
cuerpo que ocultó por su lúdico pudor.
La hondura en sombra de sus ojos, el gesto de
la soberbia y la placidez, el pelo miel oscura.
Los brillos reflejados de la pulsera zozobrando
y la perla del aro, pequeña luna naciente.
El canto geométrico de la noble madera, las
pinceladas del deseo en su esencial primordial.
La revelación fue un reverbero de las
palabras de la noche como una caricia evanescente.
Esa epifanía nocturna siguió por la mañana y
hasta el antepenúltimo mediodía del invierno.
Alguien, entonces, pintó en óleos verbales el
retrato de aquella recatada mujer en su lecho.
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